En primera persona: Verme como una persona trans

Cuando me contrataron para trabajar en el quiosco todavía tenía cuerpo masculino. Un año y medio después comencé la transición para que mi nombre y mi cuerpo se adecuaran a como yo lo sentía

Fue entonces cuando todo cambió: las personas que venían a comprar me empezaron a tratar distinto. A mí, que era la misma con la que antes charlaban sobre el clima o los chismes del barrio.  Al principio trataba de ser comprensiva. Les pedía que me llamaran por mi nombre, el que había elegido, pero me ignoraban y me seguían tratando en masculino. “Dale, pibe, no tengo todo el día” o “decí lo que quieras, pero si tenés pito sos un chabón”. Los insultos empezaron a ser algo de todos los días. La única vez que intenté defenderme y no quedarme callada, un cliente amagó con pegarme una trompada. Después de eso empecé a tener miedo de ir al local, miedo de lo que me pudiera pasar mientras estaba ahí, pero renunciar no era una opción, necesitaba el trabajo. 

Meses después, comencé mi tratamiento de hormonización. Hubo cambios en mi cuerpo, ¡la verdad es que me sentía más atractiva! Pero lo que siempre había soñado se estaba convirtiendo en una pesadilla. Empezaron los acosos: clientes que se tocaban sus genitales mientras me pedían un alfajor o me proponían pagarme para tener sexo. ¡Como si mi identidad de género definiera de qué tengo que trabajar! Inclusive, había algunos que se quedaban horas hablándome, intentando convencerme. Otros directamente dejaron de comprar en el local y evitaban acercarse, o me ignoraban esperando que apareciera mi compañero para que los atendiera él y no yo

Todas estas cosas no me habían pasado nunca antes. Yo era la misma persona que hacía un año y eran los mismos clientes, pero me hacían sentir como si hubiera dejado de valer, como si yo estuviera fuera de lugar.

Por suerte esto sólo me pasaba con las personas adultas. Los nenes que venían a comprar se quedaban fascinados con mi pelo de color fucsia. Me decían “qué lindo pelo tenés, ¿cómo hacés para tenerlo así?” o “yo también quiero tener el pelo de color rosa como vos”. Ellos no ponían cara de desprecio al verme ni se incomodaban. Eran amorosos conmigo. 

Lamentablemente, los dueños del negocio no pudieron aprender de ellos, de su mirada que ve la esencia, más allá de los prejuicios. Al poco tiempo decidieron desvincularme. Me dijeron que “le daba mala imagen” al quiosco. Mi imagen, la que por fin tenía que ver con cómo yo me sentía, era la que, para ellos, traía problemas.  

Si hay algo de lo que estoy segura es de que tu orientación sexual o tu identidad de género no te hace ni mejor ni peor persona. No define quién sos como empleada ni como ser humano. Los niños lo entienden, ¿por qué los adultos no? Todas las personas nos merecemos una vida libre de discriminación. Y eso es algo que se construye entre todos.  

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